Futuro

—¿Dónde se habrá metido Matt? —Sally estaba escondida en el cobertizo de una vieja granja, que parecía abandonada y que rezaba porque así fuera, y así no dar explicaciones a nadie de por qué estaba allí. Volvió a mirar su móvil una vez más—. Ni un mensaje.

Un ruido la sobresaltó.

—¿Me esperabas?

—¡Matt!

Sally corrió hacia el muchacho y lo cubrió de besos y abrazos. Durante un tiempo que pareció un suspiro, fueron un lío de brazos, manos y lenguas. No sabían si sudaban del calor del verano o de la intensidad de su reencuentro.

—Pensaba que ya no venías.

—Nunca te voy a dejar sola, por fin vamos a vivir nuestra vida como queremos. Sin presiones, solo nosotros y nuestro futuro.

Se conocieron el curso pasado porque sus correspondientes internados estaban cerca y en uno de los pocos días libres que tenían coincidieron en un viejo caserón semiderruido.

—Uy, perdón. Pensaba que no había nadie. —El chico había hecho ademán de irse.

—No hace falta que te vayas, solo estaba leyendo. —Le había mostrado la portada del libro que tenía entre las manos, Los escarabajos vuelan al atardecer.

—¿Te interesa la entomología? —Él se acercó curioso.

—¿El qué?

—El estudio de los insectos.

—¡Ah! No. —La muchacha se rio—. Es un libro de misterio. Hay fantasmas, o eso creo, todavía no lo tengo claro.

—Oh, interesante, tendré que buscarlo.

—No te arrepentirás.

Y desde aquel día se encontraban, cada vez que podían, en el caserón para hablar de libros, películas y cómics. Poco a poco se fueron contando sus vidas y sin esperarlo se enamoraron sin remedio. Aparte del ocio, tenían en común unos padres ausentes: mientras Sally estaba en el internado por mala conducta en su vida “civil”, Matt estaba en el suyo por tradición familiar. Así que, en verano, entre mensaje instantáneo y audios, decidieron que se irían a vivir su vida como ellos quisieran y que se fugarían de sus internados.

Y en esas andaban. Juntos por fin, en un granero abandonado, dándose amor a escondidas.

—Matt… Te estás poniendo fogoso y ahora no me apetece nada tocarte el Voldemort. —Sally se rio de su broma privada.

—Pues que sepas, que Voldemort se pondría muy contento de que lo tocases un poquito. —El chico sonrió de manera pícara.

—Cuando estemos en un lugar seguro, voy a dejar a Voldemort reluciente. Pero eso sí, a cambio tú me vas a dejar el Gellert impoluto. —Y según acabó de hablar besó a su chico apasionadamente, sellando su pacto.

—Bueno… —Matt la abrazó con cariño— Tenemos que ir a la estación ya. No podemos remolonear más. ¿Lo tienes todo listo?

—Sí. —Sally inspeccionó su mochila, por si acaso—. Mis lápices de colores, un cuaderno, unas latas de conservas (creo que una está caducada, pero no creo que nos pase nada), chocolate, ropa, dinero en efectivo… Sí, está todo.

—Pues mejor nos vamos, antes de que la libido vuelva a subirme. —El chico sonrió burlón ante la cara de reproche de ella.

Los jóvenes enamorados recorrieron, campo a través entre maizales, trigales y girasoles, el camino hacia la estación de tren. Y de allí, a la frontera y a una nueva vida. Sally consultaba la hora en el móvil calculando cuanto tiempo tendrían hasta que se dieran cuenta de su falta; habían calculado que tenían dos horas desde que salieran del internado.

Finalmente llegaron a la estación y compraron los billetes a su nuevo destino.

—Fue una buena idea hacer las cuentas bancarias.

—La verdad es que sí. Nunca me alegré tanto de cumplir los años en enero. —Sally guardaba la cartera en la mochila.

—Yo lo de repetir curso. Ya no me parece tan mal tener 18 años. Por fin sirve de algo ser mayor de edad. ¿Tus padres no notaron nada?

—No, otra ventaja de que tus padres pasen de ti. No se dieron cuenta de que todo el dinero que me daban lo metía en mi propia cuenta. Ni siquiera se enteraron de que vendí todos mis zapatos por Wallapop —hablaba ligeramente molesta—. ¿Los tuyos notaron algo?

—No se enteraron de mi flamante cuenta propia al margen de ellos, pero sí de que vendí toda mi colección de videojuegos y la consola.

—¿Qué te dijeron?

—Papá Jon se sintió orgulloso de que me deshiciera de mi infancia, pero Papá Michael no se terminaba de creer que me deshiciera de todo por voluntad propia.  A todo esto, ¿qué hora es?

—Las siete y media, el tren tiene que estar a punto de llegar.

Como si lo hubieran invocado, el tren llegó un minuto más tarde de lo que debería, pero justo a tiempo para llevar a los chicos a su nueva vida. Entraron en el vehículo y se sentaron en los asientos que indicaban los billetes. Cinco minutos de nervios, ya les estaba urgiendo irse pues pronto empezarían a buscarlos, y el tren se puso en marcha. Los chicos respiraron y se besaron aliviados.

Legalmente no les podían hacer volver, si les encontraban, pero sus padres eran gente influyente, con mucho poder, y eso era mucha presión para los internados; sabían que harían cualquier cosa para llevarlos de vuelta contra su voluntad.

—¿Pensabais que no nos íbamos a dar cuenta de que faltabais? —Verónica de Fontein, directora del internado “Libres Pensadoras de la Asunción” para señoritas, y terror personal de Sally, hablaba de manera inquisitoria. Iba acompañada de su mujer, casualmente también directora del internado para chicos “Rectos, Sensatos y Libres de la Asunción”, Helena LeClerc—. En la siguiente estación nos bajamos todos, en silencio y sin armar escándalo. ¿Entendido?

Los muchachos, a parte de escaparse por el amor que se profesan, querían huir del maltrato al que eran sometidos en el internado. Era su último curso, y sabían que todo iba a ir a peor por todo lo que han oído comentar a los mayores: los castigos físicos eran peores, los exámenes una tortura y el maltrato psicológico era la norma. No iban a dejar que tuvieran un ápice de voluntad. Y lo peor de todo era que los padres lo sabían, pero no querían hacer nada. La disciplina era algo que se tenía que aprender a la fuerza y era motivo de orgullo y prestigio.

—Señora de Fontein, déjenos marchar. Aquí no tiene poder sobre nosotros. Somos mayores de edad, y libres. Y no querrá montar un escándalo en un transporte público.

—Señorito Cavallier, no tiente a la suerte. Sus padres ya han sido avisados de su trasgresión. Ni más ni menos que el primer día, estará orgulloso.

—¿La verdad? Mucho. Somos libres, señoras. No pueden hacernos nada.

—Créame cuando le digo que no sabe lo mucho que se equivoca. —La señora de Fontein sonrió con malicia.

En ese momento el tren se paró en seco, llevando al suelo a las dos mujeres que estaban de pie. Sally había accionado el frenado de emergencia; cogieron sus mochilas y salieron de allí corriendo, gracias a que al activar el sistema de seguridad todas las puertas del tren se abrieron. Quedaban unos veinte kilómetros para la frontera, les iba a tocar andar y pasar la noche a la intemperie o en alguna granja. Las brujas habían intentado seguirles, pero por suerte ellos eran más rápidos.

Desesperados por huir, corrieron hacia los trigales, que brillaban dorados a la luz del atardecer. De repente, oyeron un sonido sibilante que les erizó la piel. Viendo la situación en el horizonte, Matt agarró a Sally, obligándola a parar, y la atrajo hacia sí.

—Bésame, porque si el mundo se acaba quiero que sea besándote. Te quiero Sara de Lienchestain.

—Te quiero, Mathew Cavallier.

Miles de hongos de polvo y fuego invadieron el horizonte, y poco a poco las bombas llegaron a su posición, hasta que ellos fueron polvo y desaparecieron con el mundo.